Friday, August 26, 2005

Testimonios de Paulina II

* Se salvaron en la azotea de un templo

  

“Pensamos que ese era el fin del mundo”, cuenta un sobreviviente

  

* Testimonio de Esdras García, de la calle Pachuca en la colonia Progreso

  

Cuando el diluvio desbordó el río Camarón eran cerca de las 5 de la madrugada y cuatro hombres decidieron echarse un volado para dejar su vida al azar y ver quién se atrevía a morir.

El grupo era parte de otro más numeroso, integrado por unos 70 vecinos que se refugiaron en la azotea de un templo evangélico llamado El Buen Pastor, en la calle Pachuca de la colonia Progreso, al que llegaron todos, desde minutos antes, cuando nadie imaginaba que Paulina –como hasta horas más tarde se enteraron que así se llamaba su agresora–, les desmoronaría su patrimonio de toda la vida. Y a muchos la vida misma.

Para entonces la azotea del templo era una isla. A seis metros del piso, la distancia entre ese techo y el agua apenas era de 100 centímetros. Ya había cubierto casas enteras de un nivel y poco a poco arrancaba los postes de su lugar. Las viviendas de dos y más pisos caían al agua chocolatosa, revuelta, como si algún dios gracioso pero hambriento, estuviera remojando galletitas o panecillos antes de llevárselos a la boca.

Una fila de tres automóviles arrastrados se formó junto a una de las bardas del templo, colocados ahí por la corriente. En la posición en la que quedaron, formaban una turbulencia que desviaba el agua hacia el lugar en que se resguardaban los 70 vecinos. Comenzaba a inundar el techo del templo evangélico y alguien tenía que lanzarse al agua y tratar de empujar los autos ya destartalados, para evitar que la corriente siguiera desviándose.

Por eso la idea del volado. En el fondo, ninguno de los cuatro hombres del grupo de amigos vecinos quería verse favorecido por la suerte del águila o sol. Seguro, al que le tocara el azar le tocaría la muerte. Con trabajo empujaría los coches, pero quizá no podría regresar a la azotea del templo.

Esdras García era uno de ellos. Junto con José Rodríguez decidieron lanzase sin necesidad de echar el volado, para que sus otros dos vecinos no corrieran ese riesgo. Así, los otros sesentaitantos también estarían a salvo y no habría más riesgo.

Ambos vecinos comenzaban a bajar hacia el agua, cuando un fuerte ruido los detuvo. Era un tanque de gas que golpeó la fila de autos atorados y que provocó una flama que rápido se apagó. El impacto bastó para que el dique se deshiciera y el agua dejara de desviarse hacia El Buen Pastor.

Con toda su familia, Esdras García había salido de su casa antes de las 5 de la madrugada para resguardarse en el templo, “cuando ya empezamos a oír los golpes más duros de las piedras que la corriente traía, y los gritos de nuestros vecinos de que nos saliéramos”, relata.

Minutos después, El Camarón se desbordó por su casa, la número 77 B de la calle Pachuca, en cuya parte trasera se encontraba un codo del río. “Y se escuchaba la tronadera de casas, de piedras, desde la casa número 80 hasta la 73”, añade.

El rescató a una joven de nombre Alicia, desde la azotea del templo. Ella iba muy golpeada, herida, arrastrada por el agua. “Comenzamos a oír sus gritos de auxilio y yo me tiré a sacarla”. Luego hizo algo similar, al sacar a su vecino José Rodríguez, uno de los que después estuvo a punto de echar suerte para morir, con el citado volado.

Esdras traga saliva y dice: “Pero lo que me causa más tristeza recordar es cuando se me chispó de la mano un niño como de 13 años, que vivía aquí a un lado del templo; su mamá no se quería salir de su casa y tampoco nos permitía bajar por sus hijos”.

“Yo me fui sobre una barda a tratar de ayudarle a salir al niño, que se llamaba Martín. Le estiré mi brazo. Lo que hice fue agarrarme con la mano derecha de la barda y de una columna de varilla que estaba salida, y con la izquierda lo sostuve a él”.

No soporta recordarlo y comienza a llorar. “Se me chispó el niño, la verdad ya lo tenía y él me veía con sus ojos y luego me gritaba ‘no me sueltes, no me sueltes’, y no le decía que no, que no lo iba a soltar. ‘Tu no te preocupes’, le decía, ‘no te voy a soltar, nomás ayúdame a que te pegues a la orilla de la barda para que te agarre mejor. La corriente está muy fuerte’. En eso llegó una ola grande, casi arriba de la iglesia evangélica a la que yo pertenezco, y a mí me tapó bien el agua. Volteé mi cara al otro lado de la barda para que pudiera respirar”, dice Esdras.

“En eso sentí como si trajera aceite en mis manos y todavía alcancé a escuchar que me gritó otra vez que no lo soltara, pero con esa ola que te digo oí como tragó agua, se cortaron sus palabras y se me chispó. El agua me ganó”.

La entrevista no se detiene, pero toma aire e impulsa las palabras desde su triste memoria: “A su mamá también vimos todos cómo se la llevó la corriente, fue mero cuando el agua entró de golpe a su casa. Nunca nadie se hubiera imaginado que el río alguna vez fuera a cubrir su casa, si el cauce original siempre ha estado como a 30 metros lejos de ahí. También a su niña nomás la cubrió la corriente y ya no la volvimos a ver. El único que se salvó fue el papá de los niños, el esposo de la señora que es un viejito como de 60 años”.

De todas las casas por donde se desbordaba el río salía gente ahogándose, golpeada por las piedras y los muebles, y desde la azotea del templo se veía cómo más adelante las personas arrasadas se iban juntando ya en el cauce original dando manotazos cada que la fuerza de la corriente los sumergía. Esdras se acuerda que “gritaban feo ‘ayúdanos diosito’, ‘hay mamacita’, y era un griterío de gente por todos lados que se confundía con las piedras que al mismo tiempo crujían y que seguían golpeando las casas. Y yo decía, Señor, porqué no se quita la lluvia”.

“Mucha gente nadaba y se subía a los toldos de los carros que se traía la corriente y se agarraban de ellos, parecía como si desde arriba fueran dirigiendo el carro, pero más abajo se veía cómo los coches se caían y se daban vueltas. Se sumergían entre los gritos y luego ya no aparecían”.

Mientras eso ocurría uno de los 70 vecinos que se resguardaba en la azotea del templo, buscaba un mecate. “Yo le pregunté que ‘¿para qué vecino?’, y me dijo que ‘para amarrarme con mi familia y nos encuentren a todos juntos’, y eso a todos nos ponía a pensar. Después yo le ayudé a buscar su mecate y no le dije nada”, comenta Esdras mientras se le vuelven a mojar las pestañas, que intenta secar con sus anchas manos.

El pastor evangélico de la iglesia comenzó a agrupar a todos por familias y les dijo que los “iba a entregar en las manos de Dios”. Les impuso las manos, hizo una oración, que luego siguieron los demás, entre los cuales había evangélicos, católicos y uno que otro ateo.

La víctima del Paulina reflexiona: “La verdad nosotros pensamos que ese era el fin del mundo. Para nosotros eso nos decía la oscuridad que estaba, eran las 6, 7 de la mañana y todavía seguía de noche, como si fueran las 3 o las 4 de la madrugada”.

Desde la azotea del templo “se vieron muchas cosas”, cuenta Esdras, de redondo cuerpo cuyo peso quizá supera los 100 kilos.

Se veía mucha gente, por ejemplo, “que pasaba hasta partida por la mitad”, asegura. Luego, cita que fue testigo de la muerte de sus vecinos Ernesto Alvarez Gutiérrez, la esposa de éste, María Gutiérrez de Alvarez, y la hija de ambos, Margarita Alvarez Gutiérrez, que tenían su casa precisamente atrás del templo, y a quienes de pronto los sorprendió una ola gigante que cayó encima de su techo, por donde también encontró salida el cauce del río El Camarón.

No recuerda si fue a las 9 o a las 10 de la mañana, cuando llegaron los marinos de la 18 Zona Naval Militar, y comenzaron a rescatarlos del templo que aún estaba rodeado de agua, al colocar un riel para que uno a uno fueran bajando de la azotea. Entonces todavía vio cómo estaban tendidos varios cadáveres, así como brazos y piernas regadas en el suelo, de los que quedaron atrapados dentro de sus casas.

Más tarde se enteró que en la vecina calle Zimapán desapareció completa la familia Centell. Esa madrugada nadie pudo salvar de su desgracia a Alfredo Centell Córdova, Marbella Vergara de Centell; a sus hijas Adriana, Selene y Celina Centell Vergara; a Gabriela Marroquín Centell, José Antonio y Miguel Angel Solano Centell; a Luis Alberto y Diego Alfredo Lobato Centell, y a Daniela Meza Centell.

El niño que a Esdras García se le fue de las manos se llamaba Martín Alberto Gálvez Pichardo, su hermanita Yolanda, y la mamá de ambos, doña Yolanda Pichardo García. Del papá de esta familia –el viejito de 70 años que quedó vivo y que Esdrás también ayudó a rescatar–, lo último que se supo fue que durante casi una semana, siempre pala en mano, escarbaba sin parar la sepultada casa donde vivían, junto al templo, en busca de los suyos. “Aquí están enterrados, aquí abajo están”, recitaba todo el día. Ya hablaba solo, no comía y se consolaba con llorar.

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